Hablamos mañana que estoy viendo Punto Pelota
Hace sólo diez días (aunque ahora parecen diez años) nos ufanábamos (algunos) de cómo el madridismo celebraba un empate en casa que prácticamente terminaba con sus escasas esperanzas de arrebatarle la liga al Barça. Lo interpreté entonces como una muestra de debilidad pero ahora creo que estaba equivocado.
Ahora tengo la certeza de que el ramplón juego desplegado por el equipo blanco en el partido de vuelta de la liga respondía a una interpretación predeterminado de un encuentro en el que el Madrid tenía poco que ganar y mucho que perder, la consigna no era ir a por los tres puntos, ni siquiera empatar, la consigna era no salir humillado del primero y el menos importante de los cuatro partidos de esta mini liga personal. Mourinho logró así la insólita hazaña de convertir en un triunfo moral (jaleado por una prensa y una afición que hace no muchos años no hubiera tolerado tal actitud) lo que a todas luces era una derrota matemática.
El siguiente capítulo de la historia tuvo lugar hace justo una semana. La Copa del Rey es como un chupito de Jagermeister: resulta un simpático remate para una cena opípara pero ni se le echa de menos si antes hemos comido bien, ni tampoco resulta suficiente consuelo para un estómago vacío. Una Copa del Rey no justifica una temporada pero convertir un triunfo obtenido con fortuna (en el buen sentido de la palabra) tras un encuentro equilibrado (lógico entre dos grandes equipos) en una especie de victoria homérica sólo se explica porque era otro paso hacia lo que tendría que acontecer en las semanas siguientes. Incluso el aplastante triunfo ante el Valencia en una competición, repetimos, casi resuelta (en combinación con una penosa victoria local del Barça ante uno de los últimos clasificados) parecía indicar que todo formaba parte de una intensa y efectiva campaña de rearme moral ante lo que verdaderamente importaba de todo esto, lo que al fin y al cabo da titulares, fama y fortuna: el acceso a toda una final de la Champions League pasando por encima del máximo rival que además es el que lleva tres años pasando por encima de ti.
José Mourinho es una persona compleja, no voy a hablar evidentemente de su faceta personal que ni conozco ni conoceré nunca (aunque estuviera interesado en hacerlo, que no lo estoy), hablo más bien de su imagen pública. Es curioso que en los últimos días se le haya comparado tanto con Clemente porque yo siempre he pensado que, al margen de semejanzas en táctica o estrategia, ambos entrenadores se parecen en una cosa: su máximo interés parece residir en alimentar su propia soberbia, y para ello no bastan las victorias (que de todos modos son imprescindibles o que se le pregunten a Clemente que desde que abandonó la Selección se ha convertido en un don nadie): es necesario que dichas victorias vengan aderezadas por un inacabable espectáculo que, repito, parece imponerse por encima incluso de lo que debería ser la finalidad última de un entrenador. En resumen, el espectáculo no es un aderezo del triunfo, sino que el triunfo es una condición previa al espectáculo. En estas condiciones la manera en que dicho triunfo se consiga parece ser lo de menos.
Hablemos ahora del partido y empecemos por el final. De la sonada rueda de prensa de Mourinho tras el encuentro lo que personalmente más me escandalizó fue precisamente de lo que menos se habla: el frío, desprejuiciado y perturbador análisis que el portugués hizo del planteamiento previo al partido: frustrar al contrario mediante el empleo de todos los recursos del oficio regalándole incluso los primeros 45 minutos, para posteriormente ir incorporando a un nueve y posteriormente a un diez de calidad (es decir a los buenos jugadores que iniciaron el partido en el banquillo) con un objetivo mínimo aceptable de terminar el partido cero a cero en tu campo. Recuerden que estamos hablando de un equipo que ha ganado nueve veces esta competición.
En contraposición pareció que al Barça le vinieron bien los reveses previos al partido para bajarle unos humos quizás demasiado subidos, el equipo salió al campo tenso en el buen sentido de la palabra, dispuesto a dominar la pelota como siempre pero sin caer en la red que el Madrid le tejió los primeros 45 minutos de la final de la semana pasada. Fue un primer tiempo tácticamente interesante pero deportivamente plúmbeo, el Madrid cedió el campo y la pelota sin ser capaz esta vez (al contrario que en la final antes reseñada) de atacar con peligro (significativo el gesto de frustración de Cristiano Ronaldo ante la ausencia de presión sobre la pelota, algo que le dejaba convertido en un guiñapo solitario). El Barça por su parte seguía manteniendo el control del balón, reduciendo el riesgo al mínimo en los pases y tratando de buscar alternativas en el ataque (que se concretaron en dos buenas ocasiones de Villa y Xavi) pero sin demasiados alardes.
Así se llegó al descanso y tras la reanudación pareció que Mourinho entraba en Defcon 2 con la introducción de Adebayor mientras Kaka calentaba para preparar Defcon 3. Dio por lo tanto la impresión de que los locales comenzaban a dar ese paso adelante que su entrenador había previsto cuando, en ese momento, llegó la jugada que hará que se recuerde este partido.
¿Y qué decir de dicha jugada? Pues primero que entre tanta declaración rotunda me temo que tengo que volver a ser involuntariamente ambiguo. La entrada de Pepe puede ser amarilla o roja, eso queda a juicio del árbitro, y cada cual en su casa puede interpretar si se trató de una entrada agresiva o violenta. Si Pepe hubiera cogido la pierna de Alves de lleno posiblemente podría haberle retirado del fútbol, ni siquiera creo que se desentendiera por completo del balón, posiblemente su intención inicial era hacer precisamente eso pero luego lo pensó mejor y decidió dejar un recadito al defensa azulgrana con el ánimo de proseguir con ese juego subterráneo que había mostrado su equipo en general y él en particular. Pero se pasó de la raya, y él lo supo enseguida, posiblemente un árbitro español no se hubiera atrevido a expulsarle, posiblemente otro colegiado internacional no lo hubiera encontrado merecido, pero el alemán así lo decidió y es una decisión cuestionable pero NO injusta y sobre todo NO se puede montar una película de atracos en base a esa jugada. Todo lo demás es una mierda que no pienso comentar y en la que meto las ruedas de prensa previas y posteriores al encuentro, las denuncias consecuentes y las tanganas tubulares.
Pero lo cierto es que, discutible o no, está claro que esa jugada marcó el encuentro posterior, el Madrid perdió a un jugador que, deportividad a un lado, es una pieza fundamental de su juego, cedió en la presión en el centro de campo, aisló más a sus jugadores de ataque y dejó al equipo blanco a merced de los blaugranas que jugaron a placer sabiendo además que su propio entorno no toleraría que se dejara escapar nuevamente al máximo rival con un jugador menos en el campo. A esta actitud ayudó la entrada de un fresco Afellay que dinamizó la banda derecha que los voluntariosos pero muy tocados Pedro y Alves no habían conseguido explotar. Un poderoso cambio de ritmo del holandés terminó en un pase lateral que Messi remató a las mallas.
Es posible que el Madrid olvidase que un empate a cero también era un buen resultado para el visitante, pero qué duda cabe de que no puede compararse con un 0-1 y menos aun con un 0-2, sobre todo si viene precedido de un nuevo regalo de Messi para el mundo.
Final del partido y eliminatoria encarrilada. Queda el partido de vuelva en el que habrá que evitar lesiones y sanciones pero en el que tampoco se podrá salir con suplentes so pena de pasar apuros que nadie desea. No será conmigo como espectador, yo he terminado con esta mini liga, soy incapaz de ver un partido en el que la victoria no acrecentaría mi satisfacción y en el que la derrota podría ser un cataclismo que no deseo ver en directo, y además estoy francamente harto. Sólo quiero que creemos la eliminatoria y la liga y sobrevolemos un poco toda esta mugre para volcarnos en lo que verdaderamente importa.